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viernes, 2 de agosto de 2013

SAN AGUSTÍN

Fiesta 28 de agosto

Nueva imagen (27)

Padre y Doctor de la Iglesia, apasionado buscador de la verdad

Uno de los cuatro doctores mas reconocidos de la iglesia latina llamado Doctor de la gracia

"Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti"
354-430 AD

San Agustin nació en Africa del Norte en 354, hijo de Patricio y Santa Mónica. Tuvo un hermano y una hermana que llegó a ser abadesa de un convento y después de su muerte San Agustín escribió una carta dirigida a su sucesora incluyendo consejos acerca de la futura dirección de la congregación; lo que se convirtió en la base para la “Regla de San Agustín”.

 

¡TARDE TE AMÉ! ESTABAS DENTRO DE MÍ, Y YO TE BUSCABA POR FUERA...

 
Agustín de Tagaste era un joven y brillante orador, dotado de una gran inteligencia y un corazón ardiente. Su adolescencia transcurrió entre diversas escuelas de Madaura, Tagaste y Cartago, de manera un tanto turbulenta. Durante años anduvo sin apenas rumbo moral en su vida, muy influida por amistades poco recomendables: «Mientras me olvidaba de Dios —dice de sí mismo—, por todas partes oía: ¡Bien, bien!». «Yo ardía en deseos de hartarme de las más bajas cosas y llegué a envilecerme hasta con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, solo ansiaba satisfacerme a mí mismo, hervía en deseos de fornicar. (...) ¡Ojalá hubiera habido alguien que me ayudara a salir de mi miseria...!». No era feliz: «Sabía que Dios podía curar mi alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quien pisa en falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mí mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Cómo huir de mí mismo?».

Buscaba la verdad en diversas ideologías. Habló con las figuras intelectuales más destacadas para encontrar respuesta a las situaciones culturales y sociales de su época. Pasaba de maestro en maestro y de ideología en ideología. Pero nada le llenaba el corazón. Leía incesantemente. Triunfó dando clases y conferencias, hasta convertirse en un personaje de moda. Era un pensador influyente al que llamaban de todos los sitios.

Estando en Milán, en el año 384, acudía, sin demasiada buena disposición, a escuchar las homilías de Ambrosio, obispo de la ciudad. Ambrosio era un hombre de una gran talla intelectual, y Agustín estaba interesado en su oratoria, no en su doctrina, pero «al atender para aprender de su elocuencia —explicaba—, aprendía al mismo tiempo lo que de verdadero decía». Le parecía que aquel hombre explicaba de un modo distinto los pasajes de la Sagrada Escritura que él ridiculizaba en sus clases y que ahora le empezaron a parecer verdaderos.

El 1 de enero del año 385 se estaba preparando para hablar ante toda la Corte del Emperador Valentiniano, instalada por entonces en aquella ciudad. Agustín estaba consiguiendo sus propósitos de triunfar gracias a su elocuencia, pese a ser aún muy joven. Pero notaba que algo en su vida estaba fallando. «Al volver —escribiría más adelante—, y pasar por una de las calles de Milán, me fijé en un pobre mendigo que, despreocupado de todo, reía feliz. Yo, entonces, interiormente, lloré».
Una cascada de sentimientos se desbordó en el corazón de Agustín. Caminaba, como siempre, rodeado de un grupo de amigos. «Les dije que era nuestra ambición la que nos hacía sufrir y nos torturaba, porque nuestros esfuerzos, como esos deseos de triunfar que me atormentaban, no hacían más que aumentar la pesada carga de nuestra infelicidad».

«No hago más que trabajar y trabajar para lograr mis objetivos, y cuando los consigo, ¿soy más feliz? No. Tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto. Mientras tanto, ese tipo vive tan contento sin tener nada... Bueno; no sé si estará contento, no sé si será realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo... No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que no me gusta! He conseguido un estatus, una posición económica y cultural... ¿y qué?». «No compares —le dijeron sus amigos—. Ese tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos los motivos para estar feliz, porque estás triunfando...». Sí, estaba triunfando, pero aquellos éxitos en su cátedra y en sus conferencias, más que alegrarle, le deprimían. «Al menos —se decía— ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he alcanzado mi estatus a base de traicionarme a mí mismo. Si el mendigo estaba bebido, su borrachera se le pasaría aquella misma noche, pero yo dormiría con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y a levantar con ella día tras día».

La crisis se había desencadenado. Pero la lucha no había hecho más que empezar, llena de vacilaciones. «La fe católica me da explicaciones a lo que me pregunto...; sin embargo, ¿por qué no me decido a que me aclaren las demás cosas?».

En su vida moral seguía haciendo lo que le apetecía. Deseaba salir de aquella situación, pero, a la vez, se sentía incapaz. «Si uno se deja llevar por esas pasiones, al principio se convierten en una costumbre, y luego en una esclavitud...». Era un esclavo de esas pasiones, lo reconocía. Por eso, el tiempo pasaba y Agustín se resistía a cambiar. «Deseaba la vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella». «Pensaba que iba a ser muy desgraciado si renunciaba a las mujeres...». «¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que esperó, lejos de Dios, conseguir algo mejor. Daba vueltas, se ponía de espaldas, de lado, boca abajo..., pero todo lo encontraba duro e incómodo...».

Agustín va poco a poco logrando vencer la sensualidad y la soberbia, pero se encuentra también con otro poderoso enemigo: «Me daba pereza comenzar a caminar por la estrecha senda». «Todavía seguía repitiendo como hacía años: mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella».
El proceso de su conversión pasó —según contaría él mismo en su libro “Las Confesiones”— por multitud de pequeños detalles. El paso definitivo se produjo un día de agosto del año 386, en que recibió la visita de su amigo Ponticiano. Tuvieron una animada conversación. En un momento dado, Ponticiano le contó la historia de un monje llamado Antonio, y luego, viendo el creciente interés de Agustín, una anécdota suya personal. Le contaba esas cosas con intención de acercarle a Dios, pero probablemente no sospechó el fuerte influjo que produjeron en Agustín. «Lo que me contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí, y me colocaba a mí mismo enérgicamente ante mis ojos para que advirtiese mi propia maldad y la odiase. Yo ya la conocía, pero hasta entonces quería disimularla, y me olvidaba de su fealdad». «Me puso cara a cara conmigo mismo para que viese lo horrible que era yo.»

Mientras su amigo hablaba, Agustín pensaba en su alma, que encontraba tan débil, oprimida por el peso de las malas costumbres que le impedían elevarse a la verdad, pese a que ya la veía claramente. «Habían pasado ya muchos años, unos doce aproximadamente, desde que cumplí los diecinueve, desde aquel año en que por leer a Cicerón me vi movido a buscar la sabiduría.» «Había pedido a Dios la castidad, aunque de este modo: “Dame, Señor, la castidad y la continencia, pero no ahora”, porque temía que Dios me escuchara demasiado pronto y me curara inmediatamente de mi enfermedad de concupiscencia, que yo prefería satisfacer antes que apagar.» «Se redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminaba de romper lo poco que ya quedaba».

Ponticiano terminó de hablar, explicó el motivo de su visita, y se fue. El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez faltaba menos, pero «podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado.»

Se decía: «¡Venga, ahora, ahora!». Pero cuando estaba a punto... se detenía en el borde. Era como si los viejos placeres le retuviesen, diciéndole bajito: «¿Cómo? ¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora ya no podrás hacer eso... , ni aquello? ¡Y qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras eso y aquello!». Los placeres seguían insistiéndole: «¿Qué? ¿Es que piensas que vas a poder vivir sin nosotros, tú? ¿Precisamente tú...?». Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado. «¿Por qué no voy a poder yo —se preguntó— si éste, si aquel, si aquella, han podido?».

Salió con su amigo Alipio al jardín de la casa. «¡Hasta cuándo —se preguntaba—, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?». Mientras decía esto, oyó que un niño gritaba desde una casa vecina: «¡Toma y lee! ¡Toma y lee!». Pensó que Dios se servía de ese chico para decirle algo. Corrió hacia el libro, y lo abrió al azar por la primera página que encontró. Leyó en silencio: «No andéis más en comilonas y borracheras, ni haciendo cosas impúdicas. Dejad ya las contiendas y peleas. Revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no busquéis cómo contentar los antojos de la carne y de sus deseos.» Esa era la respuesta. Era «Como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas». Cuando se tranquilizó un poco se lo contó a Alipio, que quiso ver lo que había leído. Se lo enseñó y su amigo se fijó en la frase siguiente del texto de la Escritura, en la que no había reparado. Seguía así: «Recibid al débil en la fe».

A los pocos meses, en la Vigilia Pascual, recibieron el bautismo Agustín, su hijo y su amigo. Años después, escribiría: «Tarde te amé, Belleza, tan antigua y tan nueva, ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado, pero yo estaba muy lejos de Ti. Esas cosas... me tenían esclavizado. Me llamabas, me gritabas, y al fin, venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me liberaste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté, te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz».

El camino de San Agustín hacia la conversión refleja muy bien la tendencia de todo hombre a retrasar las decisiones que vemos bastante claras con la cabeza pero a las que se opone la resistencia de nuestras pasiones. Las llamadas de Dios chocan contra ese muro en nuestro interior, que retrasa nuestras respuestas, nos desvía del camino y ese mañana debe ser AHORA pues la hora de la salvación es corta.
Si nos tomamos tiempo para considerar con calma las cosas en la presencia de Dios, para reflexionar y obrar con madurez y libertad, es algo prudente, lógico y necesario. Pero si nos tomamos ese tiempo para ver si así se diluyen las cosas y se pierde la voz del Señor en el ruido de fondo de nuestra vida, entonces nos estamos autoengañando, como explicaba San Agustín. Quizá entonces, a ese “mañana, mañana...” haya que encararse pensando si no es nuestro hoy precisamente el que nos pide Dios.
Si se entiende bien lo que supone descubrir y conocer el designio de Dios para nuestra vida, lo propio no es la espera, sino la esperanza. Hemos de fomentar la esperanza de ese encuentro con Dios. La espera puede aguardarse durmiendo, la esperanza, caminando. La espera es un sillón; la esperanza, una bandera. La espera, un refugio cómodo; la esperanza cristiana, una virtud aguerrida. Los verdaderos tiempos de Dios implican un sentido de urgencia. Si pensamos en tantas personas que aún no conocen a Dios, en todas las que le conocen pero no le aman, y en todas las que le odian, y en las que mueren sin haber oído siquiera hablar de Él, entonces entendemos que es URGENTE IR CON DIOS.

La preparación y la buena predisposición han de ser meditadas y maduradas. Aunque podemos responder a Dios inmediatamente, como lo hizo la Virgen «Hágase en mí según tu palabra» . Dios en estos tiempos nos requiere con prontitud porque la hora en que Él vendrá es corta.

Siempre pedimos tiempo y calma, ¿para decidir o para olvidar? Así lo relataba San Agustín: «Me encontraba en la situación de uno que está en la cama por la mañana. Le dicen: ”¡Fuera!, levántate, Agustín”. Yo decía, al contrario: “Sí, más tarde, un poco más todavía”. Al fin, el Señor me dio un buen empujón y salí.»

Agustín fue un apasionado buscador de la verdad. Al final descubrió que solo en Dios se pueden saciar los deseos profundos del corazón humano y darnos la verdadera felicidad. Su vida nos muestras que comúnmente el ser humano al buscar la felicidad tan anhelada, la buscan recorriendo caminos equivocados y se pierden en callejones sin salida, en donde al final del callejón encuentran a Dios y en Él la felicidad eterna.

Su filosofía nos deja grandes enseñanzas:

El amor sincero y verdadero solo es posible tenerlo en Dios, quien está dentro de nosotros mismos. Un amor sincero que no espera ni reclama pero que se goza en el inmenso amor de Dios.

La verdad es Cristo, es nuestro Creador, nuestro Salvador y somos de Él. Para conocerle es necesario conocer su palabra: La Sagrada Escritura.

La conversión profunda vivida al tener su encuentro con Jesús Resucitado en el que creyó y le abrió s corazón y le permitió dejar hacer su voluntad entregándole su vida de trabajo a su servicio.

NO divaguemos buscando quien es el verdadero Dios ni cuál es la religión correcta. San Agustín nos muestra que solo hay un solo Dios que es Jesucristo, el Crucificado y lo conoció resucitado. Agustín tuvo la dicha de ser el compañero evangelizador de San Pedro, (quien fue el primer Papa de la Iglesia Católica) en quien Jesús edificó su Iglesia.

Al leer las Confesiones de San Agustín  nos daremos cuenta del proceso que obró en él y cómo todas las creaturas de Dios estamos llamados a la conversión. al servicio de Dios, a amarlo y dar testimonio de Él.

Ama al Señor tu Dios por sobre todas las cosas.


 

Fuente:Alfonso Aguiló interrogantes.net

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